El Espejo de los Gustos: Entre el Diseño y la Autenticidad
A primera vista, nuestros gustos —ya sea por el diseño de un objeto, la música que escuchamos o los lugares que soñamos visitar— parecen expresar nuestra más pura individualidad. Cada preferencia se vive como una brújula que apunta hacia nuestra esencia. Sin embargo, al mirar con más profundidad, descubrimos que esa brújula puede haber sido calibrada por fuerzas externas que moldean no solo lo que elegimos, sino también lo que creemos desear.
El diseño, en sus múltiples manifestaciones —moda, arquitectura, productos cotidianos— no solo resuelve necesidades funcionales, también construye identidades. Pero, ¿cuánto de esa identidad es genuina y cuánto es influenciada? Las marcas, los algoritmos, las tendencias sociales, todos actúan como espejos sofisticados que nos devuelven una imagen de lo que “deberíamos” desear. El apego al diseño se convierte así en un vínculo emocional que, muchas veces, es sembrado por narrativas cuidadosamente diseñadas para hacernos sentir que somos quienes en realidad nos están invitando a ser.
En esta interacción con un entorno diseñado, nuestra comodidad y sentido de pertenencia son cuidadosamente orquestados. Elegimos productos y estilos no solo por lo que hacen, sino por lo que nos hacen sentir: modernos, seguros, reconocidos. Pero al priorizar el bienestar superficial, también corremos el riesgo de silenciar las preguntas más incómodas: ¿esto que me gusta... realmente me representa? ¿O simplemente me han enseñado a valorarlo?
Y es ahí, en el espacio entre el impulso y la elección, donde se abre una grieta que invita a la introspección. ¿Nos gusta lo que nos gusta porque lo hemos explorado, saboreado y abrazado desde un lugar profundo? ¿O porque ese gusto ha sido envuelto en promesas, validado por otros y convertido en símbolo de aceptación? Esta pregunta, que a menudo evitamos, es crucial para desenredar el tejido de nuestras preferencias.
Pensar en lo que nos atrae es también pensar en lo que nos construye. Nos atraen ciertos colores, texturas, formas... pero ¿nos hemos detenido a preguntarnos por qué? Tal vez un tono pastel nos tranquiliza porque lo asociamos con la ternura de la infancia, o quizás nos seduce un estilo brutalista porque nos refleja una necesidad de fortaleza y estructura. Es en estos significados ocultos donde la autenticidad empieza a emerger, cuando desciframos qué relato personal está vivo dentro de cada elección.
Este examen no es solo racional, es visceral. Requiere detenerse, desconectar el ruido, y permitir que surjan memorias, emociones, intuiciones. Tal vez lo que más nos gusta no brilla, no está de moda, no tiene validación externa, pero nos remueve profundamente. Y reconocer eso es un acto de libertad.
La moda, la estética, incluso el urbanismo, funcionan como ciclos de actualización emocional y cultural. Nos ofrecen pertenencia, pero también nos inducen a confundirla con autenticidad. Vivimos en una cultura donde la felicidad se empaqueta en estilos, y donde el diseño sirve como ritual de inclusión. Y es aquí donde se revela la paradoja: al dejarnos guiar por gustos inducidos, perdemos el contacto con nuestra voz interna.
Sin embargo, hay un respiro: el diseño sostenible, ético, consciente, propone una ruptura. Nos desafía a elegir desde otro lugar, a vincular estética con propósito, y a ver el diseño como una herramienta de transformación. Cuando elegimos en sintonía con el planeta, no solo rompemos con el ciclo del consumo programado, también nos acercamos a la posibilidad de que ese gusto sea verdaderamente nuestro.
Así, la búsqueda del gusto genuino se transforma en una práctica espiritual, una rebelión silenciosa que implica desaprender, despojar, escuchar. Es un viaje hacia lo que realmente queremos y somos. Un camino donde el diseño, lejos de dictarnos quién debemos ser, se convierte en aliado para expresar una identidad libre, no reflejada, sino originada desde lo profundo.
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